Un domingo

Un domingo, todos senados alrededor de esa mesa roñosa en la esquina del bar, esa donde estaban grabados sus nombres con rasgaduras profundas por la fuerza de la empuñadura de esa navaja contra la madera.
Todos con la vista perdida en las ventanas o en los borrachos o en los jugadores de pool o en el par de putas que bebían sentadas en la otra esquina. Todos concentrados en algo diferente, envueltos en esa atmosfera pasada a alcohol y a olor a tabaco.
Todos en su propio mundo personal.
Todos decaídos, absortos.
Con ese silencio que parecía presionar sus cabezas y que solo se detuvo cuando alguien se atrevió a abrir la boca y las puteadas salieron a borbotones y en lugar de deslizarse, corrieron raudas y veloces a diestra y siniestra.
Y los gritos y las recriminaciones atravesaron el bar y llegaron incluso a los oídos de las putas de la esquina.
Cuando el silencio los abandonó a la sin razón de esas puteadas conchesumarizadas, ya nadie tenía la mirada perdida, ahora todos concentraban sus energías en un punto especial en el vacío al cual debía destruir, como si con el poder de la palabra pudieran aniquilar, hacer polvo hasta los huesos de un falso enemigo.
Un domingo, todos sentados alrededor de esa mesa roñosa en la esquina del bar, esa donde estaban grabados sus nombres con rasgaduras profundas por la fuerza de la empuñadora de esa navaja contra la madera.