Mal día, Elizabeth.

Las cosas van y vienen en la vida de Elizabeth, pero las ganas de putear el mundo siempre vuelven de un momento a otro.
Como ese día.
No bien se había despertado del todo cuando le llegó el presentimiento, y el resultado: mala suerte eterna por veinticuatro horas.
Nunca se sabe cómo, pero de todas formas salió de su casa con la sonrisa acostumbrada. Abrió el yogurt mientras caminaba, armada con la cuchara en el bolsillo, al paradero de la esquina.
Las clases y el sopor ya no son novedad, nunca la fueron, menos en la semanas de comienzos de agosto donde la energía superflua de la vuelta se disuelve entre eléctricos hormigueos.
Increíblemente, o tal vez no tanto, Elizabeth siguió con la sonrisa acostumbrada. E incluso lanzó más de una carcajada en las conversaciones de almuerzo, aún cuando no fuera necesario mantener apariencias ni máscaras.
Cuando caminó de vuelta a casa y subió a la micro y se aguantó las ganas de tele transportarse para saltar el viaje de una hora a través de la fría ciudad gris el sopor volvió a cosquillear.
Bien podrían parecer bichitos o hadas que rogaban por llevarse a la princesa a los palacios de Morfeo, pero Elizabeth había dejado de ilusionarse con estrellas hacía años.
El pequeño breic del cambió de bus llevó a que caminara otra vez hacia el paradero de la esquina, no de la misma esquina por cierto.
Registró sus bolsillos, mientras saltaban fuera envolturas de chicle y los restos de un desmembrado palito de coyac. Sus dedos se enredaron con las argollas de sus llaves cubiertas de suvenires y trozos de lana. Incluso una vieja y deteriorada nariz de payaso salió a la vista.
Pero lo que Elizabeth buscaba no era nada de aquello. Revolvió sus bolsillos una vez más y después una segunda, tercera, cuarta, etc.
Tocó más de diez texturas diferentes, pero la delgada capa de plástico simplemente no estaba.
Su sueño se cumplió. Estaba destinada a él desde la mañana. Todo el mundo sabe que la cuestión edípica de luchar en contra del oráculo no sirve de nada. Cuando la mala suerte llega, estás jodido.
En todo caso Edipo perdió los ojos, yo sólo el pase, razonó Elizabeth resignada. Con el presentimiento ya cumplido las cosas no podía ir peor.
Fue una verdadera lástima cuando, de hecho, sí lo fueron.