En la última tabla de mi repisa, había un viejo cajón cubierto de polvo.
Lo abrí, por si las moscas; pero casi me caigo cuando salió de el una chica con cara de mimada y existencial y toda la pinta de pasar las largas horas de la vieja casona de sus padres soñando con amores y dándoles nombres estrafalarios a las estrellas.
Lo cerré mientras me aseguraba de sacarlo de las alturas; una vez seguro en la firmeza del escritorio y la luz examinadora de la lámpara, volví a abrirlo.
La chica seguía ahí, pero ahora no veía sólo su vestido de flores y sus zapatos de verano, la acompañaba el entorno de una especie de biblioteca repleta de estantes con libros encuadernados tan polvorientos como mi cajón.
En el fondo de la habitación se veía claramente la silueta de un hombre sin rostro, reclinado sobre un mullido sillón, afanado en dotar a su pipa de una nueva provisión de tabaco.
Pestañeé y decidí, incrédula, cerrar el cajón; pero me ganó la curiosidad; soplé encima para alejar el polvo, pero ese acto sólo logró hacerme estornudar.
Ni la chica del vestido, ni el hombre de la pipa, ni la habitación de los libros se encontraban ahí. Ahora el ambiente era diferente.
Un castillo rodeado de paredes de piedra se hizo presente; desde el, dos jovencitas me saludaban con amplias sonrisas, una tercera que las acompañaba reclinó la cabeza en señal de saludo.
Me froté los ojos y el cajón se cerró de golpe.
Cuando volví a abrirlo el castillo de piedra no había desaparecido, pero las chicas volaron siendo reemplazadas por dos muchachos, en apariencia opuestos, pero más detenidamente, igual de altos, pálidos y ojerosos. Un hombre mayor los escoltaba.
Fijé mi vista en él, mucho más que en todos los otros.
Un aire familiar lo rodeaba y pude verlo mutar en las formas más diferentes en mis recuerdos.
Cuando volví al presente, todos se habían reunido para saludarme.
Les sonreí de vuelta. No hice promesas, ni me comprometí con ninguno. Apenas y dirigí una mirada más profunda al último sujeto que, de vuelta, inclinó la cabeza en señal de entender. Con eso bastaba.
Cerré el cajón y volví a subirlo a la última tabla de la repisa.
Estará ahí guardando polvo, hasta la próxima vez que se me ocurra rescatar a alguien.
Lo abrí, por si las moscas; pero casi me caigo cuando salió de el una chica con cara de mimada y existencial y toda la pinta de pasar las largas horas de la vieja casona de sus padres soñando con amores y dándoles nombres estrafalarios a las estrellas.
Lo cerré mientras me aseguraba de sacarlo de las alturas; una vez seguro en la firmeza del escritorio y la luz examinadora de la lámpara, volví a abrirlo.
La chica seguía ahí, pero ahora no veía sólo su vestido de flores y sus zapatos de verano, la acompañaba el entorno de una especie de biblioteca repleta de estantes con libros encuadernados tan polvorientos como mi cajón.
En el fondo de la habitación se veía claramente la silueta de un hombre sin rostro, reclinado sobre un mullido sillón, afanado en dotar a su pipa de una nueva provisión de tabaco.
Pestañeé y decidí, incrédula, cerrar el cajón; pero me ganó la curiosidad; soplé encima para alejar el polvo, pero ese acto sólo logró hacerme estornudar.
Ni la chica del vestido, ni el hombre de la pipa, ni la habitación de los libros se encontraban ahí. Ahora el ambiente era diferente.
Un castillo rodeado de paredes de piedra se hizo presente; desde el, dos jovencitas me saludaban con amplias sonrisas, una tercera que las acompañaba reclinó la cabeza en señal de saludo.
Me froté los ojos y el cajón se cerró de golpe.
Cuando volví a abrirlo el castillo de piedra no había desaparecido, pero las chicas volaron siendo reemplazadas por dos muchachos, en apariencia opuestos, pero más detenidamente, igual de altos, pálidos y ojerosos. Un hombre mayor los escoltaba.
Fijé mi vista en él, mucho más que en todos los otros.
Un aire familiar lo rodeaba y pude verlo mutar en las formas más diferentes en mis recuerdos.
Cuando volví al presente, todos se habían reunido para saludarme.
Les sonreí de vuelta. No hice promesas, ni me comprometí con ninguno. Apenas y dirigí una mirada más profunda al último sujeto que, de vuelta, inclinó la cabeza en señal de entender. Con eso bastaba.
Cerré el cajón y volví a subirlo a la última tabla de la repisa.
Estará ahí guardando polvo, hasta la próxima vez que se me ocurra rescatar a alguien.